Finalizada la
denominada Conquista, se inició un periodo que abarcaría más de dos siglos,
durante los cuales se extendería y consolidaría la dominación española en el
territorio, sólo resistida por los mapuches.
El «Reino de
Chile» constituía administrativamente una Gobernación y Capitanía
General con
capital en Santiago. Al frente del
mismo se encontraba el gobernador y capitán general, asesorado por la Real
Audiencia,
presidida por el mismo gobernador, razón por la cual se le denominaba
indistintamente presidente o gobernador. La Audiencia, además de servir de
órgano consultivo del gobernador, tenía las funciones de tribunal de apelaciones del reino.
A partir de la
destrucción de las ciudades y villas del sur del territorio a fines del siglo
XVI, el control efectivo ejercido por los españoles se reducía al Valle
Central hasta
el río Biobío. Al este de la
Cordillera de los Andes, el territorio chileno incluía el Corregimiento
de Cuyo,
conformado por la parte poblada de las actuales provincias
argentinas de Mendoza, San Juan y San Luis. Cuyo fue
separada de Chile en el año 1776, para incorporarse al recientemente creado Virreinato
del Río de la Plata. En teoría, incluía también amplios
territorios en la actual Patagonia
argentina,
en los cuales no se establecieron poblaciones permanentes.
El rey Felipe II sujetó al
gobernador a la vigilancia del virrey del Perú, al expresar en una real
cédula de 1589 que debía «guardar, cumplir y ejecutar sus
órdenes, y avisarle de todo lo que allí se ofreciese de consideración». A
partir de dicha norma, los virreyes entendieron que la relación entre ambos era
de efectiva dependencia; sin embargo, en algunos casos, la relación del
gobernador fue directa con el rey y en otras pasó por el virrey del Perú.
La base de la
relación fue la real cédula antes mencionada; no obstante, hubo otras
posteriores que perfilaron el tipo de relación efectiva entre la capitanía y el
virreinato. Por ejemplo, mediante reales cédulas, se autorizó a los virreyes a
intervenir en Chile sólo en caso de «alboroto y tumulto». Se facultó a
los virreyes a poner en práctica estrategias militares en la guerra de Arauco (guerra defensiva) y
después se ordenó directamente al gobernador de Chile a implantarlas (guerra
ofensiva). También se facultó a los virreyes para remover al gobernador,
atribución que les fue posteriormente negada.
Respecto a los
recursos militares (armas, soldados, etc.) y el abastecimiento comercial, la capitanía
dependió del virreinato. La administración
de justicia de
la capitanía era autónoma del virreinato, salvo la inquisición, que correspondía a un delegado de Lima,21 y los juicios de comercio, que dependieron del consulado de Lima hasta 1795. En lo gubernativo, la relación fue fluctuante,
dependiendo del periodo, las instrucciones que enviaba el rey e incluso las
personalidades de las respectivas autoridades (virreyes y gobernadores) y no
hubo nunca una anexión formal de la capitanía al virreinato. Además, en ciertos
periodos, por cuestiones estratégicas de seguridad del virreinato –por ejemplo, ante amenazas
de corsarios– los virreyes intervinieron directamente en el
gobierno de Chile, incluso por propia iniciativa. Asimismo, algunos
gobernadores acostumbraron consultar o pedir instrucciones sobre temas urgentes
al virrey, por la gran distancia que los separaba del rey, que se encontraba
en España.
Finalmente,
en 1798, a propósito de una disputa entre el virrey O'Higgins y el
gobernador Avilés, el rey Carlos III declaró que
Chile era independiente del virreinato «como siempre debió entenderse».
La Guerra de Arauco tendría, a lo largo de
la colonia, diversas etapas de alta beligerancia y otras más pacíficas: guerra
ofensiva, guerra defensiva y parlamentos. Además, los gobernadores españoles
tuvieron que enfrentarse, durante la segunda mitad del siglo XVII, a las repetidas incursiones de corsarios ingleses. Para el sostenimiento del ejército se estableció,
en 1600, el real situado, una subvención de la corona
pagada con cargo al tesoro del virreinato del Perú.
La situación
geográfica de
Chile, apartado de las principales rutas terrestres y marítimas, fue uno de los inconvenientes más graves con que
tropezó la colonización del país.
Esto, sumado al constante estado de guerra en que se encontraba la capitanía,
convirtieron a Chile en una de las zonas más pobres del Imperio español en América. Los
intercambios con el Perú fueron la base de la actividad comercial de la capitanía;
posteriormente, aunque estaba legalmente prohibido, se establecería un comercio
regular con Buenos Aires.
El siglo XVII se ha caracterizado económicamente como el siglo
del sebo, pues este artículo, junto al charqui y el cuero, se convirtió en el principal producto de
exportación al Perú, lo que permitió la obtención de importantes dividendos a
una economía precaria, de escasa capacidad de producción en áreas diversas a
la ganadería. A su vez, el
siguiente siglo, el XVIII, ha sido llamado el siglo del trigo, ya que en éste se formó una nueva estructura
social agraria, que permitió un amplio desarrollo de la agricultura y una
importante cantidad de exportaciones de este cereal al virreinato. De hecho, a
partir de 1687, Chile se convirtió en el «granero del Perú», pues
en esa fecha el virreinato fue asolado por una plaga que afectó gran parte de
sus valles cultivables. También se desarrolló la minería, con algunos yacimientos de cobre, oro y plata.
Aunque existía un
sistema de monopolio, el contrabando se activó en forma ostensible durante el
siglo XVIII, con la llegada de naves procedentes de Estados Unidos, Francia e Inglaterra. Sólo el establecimiento de la libertad de comercio con España, en 1778, permitió un intercambio más continuo con la
metrópolis.
Durante este
periodo, se produjeron varios terremotos de gran magnitud. Entre otros, el ocurrido
el 13 de mayo de 1647, que destruyó gran parte de la ciudad de Santiago; el de 15 de marzo de 1657, que dañó totalmente a Concepción y generó
un tsunami; y el de 8 de julio de 1730 que volvió a dañar seriamente a Santiago
y Valparaíso.
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